Diez años después de la revolución contra el régimen de Bashar al-Assad, el conflicto parece estancado y el país sufre una grave crisis económica
Este mes se cumple el décimo aniversario del inicio de la revolución y posterior guerra en Siria. El conflicto empezó como un enfrentamiento entre el régimen dictatorial de Bashar al-Assad y varios grupos opositores que demandaban más democracia, oportunidades económicas y justicia social. Sin embargo, con el paso del tiempo se ha convertido en una guerra en la que se enfrentan grupos muy diversos con el apoyo de diferentes países extranjeros.
El 6 de marzo de 2011 un grupo de adolescentes fueron arrestados en la ciudad de Deraa, al suroeste de Siria, por pintar un grafiti contra el régimen de Al-Assad. En aquel momento, en varios países de Oriente Medio y Norte de África ya se había iniciado la Primavera Árabe: una serie de movilizaciones que reclamaban más derechos democráticos en Túnez, Libia, Egipto o Yemen.
La indignación por las torturas a las que fueron sometidos los jóvenes de Deraa encendió la chispa de la revolución y las protestas se extendieron a las principales ciudades de Siria, como Homs, Alepo y Damasco, la capital del país. El régimen de Al-Assad reaccionó con una fuerte represión, arrestando y asesinando a centenares de personas.
La Primavera Árabe había llegado a Siria, pero pronto se convertiría en una de las guerras más complejas y sangrientas del mundo. Tras 10 años de conflicto, Siria se encuentra sumida en una grave crisis económica, con una sociedad dividida y más de 12 millones de personas forzadas a dejar sus hogares y desplazarse dentro o fuera del país, según datos de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
El Observatorio Sirio por los Derechos Humanos, una ONG que se opone al régimen de Al-Assad y sigue la evolución del conflicto, calcula que cerca de 600.000 personas han muerto durante el conflicto.
El auge del islamismo radical
Tras los primeros enfrentamientos en 2011, la oposición a Al-Assad se fue dividiendo y radicalizando, dando lugar a una multitud de grupos rebeldes que luchaban contra el régimen, pero también entre ellos. En este contexto, creció la influencia de grupos islamistas radicales, que a menudo contaban con financiación y armas provenientes de las ricas monarquías del Golfo Pérsico, como Arabia Saudí o Qatar.
Al principio de la guerra, tanto estos países árabes como la comunidad internacional (en particular la Unión Europea, Estados Unidos y Turquía) se posicionaron a favor de los rebeldes y en contra del régimen de Al-Assad, aunque sin intervenir directamente en el conflicto. Sin embargo, la radicalización de algunos grupos opositores hizo que estos países moderaran su apoyo a los rebeldes, sobre todo a partir de 2013, con la irrupción en el conflicto del grupo terrorista Estado Islámico (Daesh, en árabe).
El Estado Islámico llegó a controlar grandes partes de Siria e Iraq entre los años 2014 y 2017, y atrajo a miles de combatientes de todo el mundo (sobre todo de Rusia, Europa y otros países de Oriente Medio y Norte de África) que se unieron a su causa en la guerra siria.
Durante su expansión, Daesh arrasó centenares de poblaciones y monumentos históricos de la época pre-islámica y trató de eliminar a grupos étnico-religiosos que consideraba herejes, como los yazidís. El Estado Islámico también perpetró numerosos ataques terroristas en países de todo el mundo, incluyendo ciudades europeas como París, Bruselas o Londres.
Una guerra internacionalizada
El miedo a que el Estado Islámico se hiciera con el control de Siria hizo que Estados Unidos y algunos países europeos, como Francia y Reino Unido, intervinieran en el conflicto a partir de 2014. Estos países empezaron a bombardear al Daesh mientras daban apoyo a grupos rebeldes moderados como las milicias kurdas, que también luchaban contra el Estado Islámico.
Esto provocó que Rusia e Irán, aliados internacionales de Al-Assad, intervinieran en el conflicto para apoyar al régimen. Como consecuencia, Siria se convirtió en el tablero de juego de la geopolítica global.
A partir de 2016, el régimen fue recuperando territorio y los grupos rebeldes se fueron debilitando debido a sus divisiones internas. Los kurdos, con el apoyo de Estados Unidos, combatieron al Estado Islámico hasta dejarlo sin territorios en 2019. Por su parte, Turquía empezó a lanzar una serie de operaciones militares para apoyar a los rebeldes, aunque su motivación real era reducir la influencia de los kurdos, con quienes mantiene un conflicto desde hace décadas.
En los últimos años, la Guerra de Siria ha entrado en una fase de estancamiento. El régimen de Al-Assad controla la mayor parte del país y cada cierto tiempo lanza ofensivas contra los rebeldes, que se han visto reducidos a la región de Idlib, en el extremo occidental de la frontera con Turquía.
La Guerra de Siria ha demostrado ser muy compleja porque se entremezclan tensiones sociales, económicas, políticas, étnicas y religiosas. Todas las iniciativas de paz lideradas por la ONU, Estados Unidos y la Unión Europea han fracasado. En cambio, la guerra ha supuesto una oportunidad para que países como Turquía, Rusia e Irán aumenten su influencia en Oriente Medio y en la política internacional.
Siria: un país de refugiados
Como suele suceder en todas las guerras, la población civil es quien más sufre el conflicto. Después de 10 años de conflicto, el 80% de la población siria vive en situación de pobreza y más de 11 millones de personas necesitan ayuda humanitaria urgente.
Más de la mitad de la población siria ha tenido que desplazarse y abandonar sus hogares. Según datos de ACNUR, 6,6 millones de personas se han desplazado internamente dentro de Siria, mientras que 5,6 millones han tenido que abandonar el país y viven como refugiados en países vecinos como Turquía, Líbano o Jordania, que no cuentan con las condiciones adecuadas para acogerlos.
Según la ONG Save the Children, más de la mitad de los niños y niñas sirios no van a clase, poniendo en riesgo no solo su educación sino el futuro de un país lastrado por la guerra y la crisis económica y ahora también por los efectos de la pandemia de covid-19.
Cristina Sala i Soler es asistente de comunicación en el Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB) y doctoranda de la Universitat Pompeu Fabra (UPF), donde también imparte clases de Relaciones Internacionales.